sábado, 3 de enero de 2009

¿Cómo hacer?

(Es de hace algunos años y bastante largo, pero tiene flow)


Tiqqun

¿Cómo hacer?



I

Veinte años. Veinte años de contra-revolución. De contra-revolución preventiva.
En Italia.
Y en otros muchos sitios.
Veinte años de un sueño erizado de grilletes, asediado de insomnios. De un sueño de los cuerpos,
impuesto con toque de queda.
Veinte años. El pasado no pasa. Porque la guerra continúa. Se ramifica. Se prolonga.
En una reticulación mundial de los dispositivos locales. En una monitorización inédita de las subjetividades. En una nueva paz de superficie.
Una paz armada
y calculada para disimular el desarrollo de una imperceptible
guerra civil.


Hace veinte años, existía
el punk, el movimiento del 77, el entorno de la Autonomía Obrera,
los Indios metropolitanos, la guerrilla difusa.
Aparecía de golpe,
como salido de alguna región subterránea de la civilización,
todo un contra-mundo de subjetividades,
que ya no deseaban consumir, que no querían producir más,
que no querían, siquiera, seguir siendo subjetividades.
La revolución era molecular. La contra-revolución no lo fue menos.
SE dispuso ofensivamente,
duraderamente también,
una compleja maquinaria para neutralizar a lo que es portador de intensidad. Una maquinaria para desmontar todo aquello que podía hacer explosión.
Todos los sujetos de riesgo,
los cuerpos indóciles,
las agregaciones humanas autónomas.
A esto le sucedieron veinte años de idiotez, de vulgaridad, de aislamiento y de desolación.
¿Cómo hacer?


Volver a alzarse. Levantar la cabeza de nuevo. Por elección o por necesidad. Esto último ya no importa nada.
Mirarnos a los ojos, decirnos que volvemos a empezar. Que todo el mundo se dé por enterado,
cuanto antes.
Volvemos a empezar.
Se acabó la resistencia pasiva, el exilio interior, el conflicto por sustracción, la supervivencia. Volvemos a empezar. En veinte años ha habido tiempo de ver. Se ha comprendido. La extensión de la democracia, la lucha “anti-terrorista”, las masacres de Estado, la reestructuración capitalista y su Gran Obra de depuración social,
por selección,
por precarización,
por normalización,
por “modernización”.
Se ha visto. Se ha entendido. Los métodos y los objetivos. El destino que SE nos reserva. Todo lo que SE nos niega. El estado de excepción. Las leyes que colocan a la policía, a la administración, a la magistratura por encima de las leyes. La judicalización, la psiquiatría, la medicalización de todo lo que se sale del carril impuesto. De todo lo que huye.
Se ha visto.
Se ha entendido.
Los objetivos y los métodos.


Cuando el poder establece en tiempo real su propia legitimidad, cuando su violencia se torna preventiva
y su derecho es un “derecho de injerencia”,
entonces ya no sirve tener razón. Tener razón contra él.
No hay otra alternativa que ser más fuerte. O más astuto.
También por esto
volvemos a empezar.


Recomenzar no es nunca recomenzar lo que sea. Ni retomar cualquier asunto ahí donde se lo había dejado. Lo que vuelve a empezar siempre es otra cosa.
Siempre es inaudito.
Porque no es el pasado lo que nos mueve, sino precisamente eso que en el pasado
no llegó
a advenir.
Y porque esto lo somos también nosotros mismos,
en tanto que volvemos a empezar.
Recomenzar quiere decir: salir de la suspensión. Restablecer el contacto entre nuestros devenires.
Partir,
una vez más,
de ahí donde nos encontramos,
ahora.


Hay –por ejemplo- ciertos golpes
que no SE nos darán de nuevo.
El golpe de “la sociedad”.
La sociedad por transformar, por destruir, por mejorar.
El golpe del pacto social, que algunos querrían romper para que otros puedan fingir que lo “restauran”.
Golpes como estos,
no volverán a dárnoslos.
Hay que ser un elemento militante de la pequeña burguesía planetaria, un “ciudadano” en toda la extensión de la palabra,
para no ver que ya no existe
la sociedad.
Que ha hecho implosión.
Que ya no es más que la coartada para aquellos que dicen re/presentarla.
Que la sociedad se ha ausentado.


Todo lo que es social se nos ha vuelto extraño.
Nos concebimos como absolutamente desvinculados de todas las obligaciones, de todas las prerrogativas, de todas las pertenencias
sociales.
“La sociedad”
es ese nombre que demasiadas veces ha recibido Lo irreparable, entre los que querían también hacer de ella
Lo inasumible.
Quien rechace este cebo habrá de hacer
un gesto de retiro.
Operar
un ligero desplazamiento
con respecto a la comunidad lógica
del Imperio y su contestación
-la lógica de la movilización-,
habrá de huir de su temporalidad común:
la de la urgencia.


Recomenzar quiere decir habitar este mismo retiro. Asumir la esquizofrenia capitalista en el sentido de una creciente facultad de des-subjetivación.
Desertar conservando las armas.
Huir imperceptiblemente.

Recomenzar quiere decir reintegrarse a la secesión social, a la opacidad, entrar en desmovilización,
arrancando hoy a esta o aquella red imperial de producción-consumo los medios de vivir y de luchar para, tan pronto se presente la ocasión,
sabotearla.


Estamos hablando de una nueva guerra.
De una nueva guerra de partisanos. Sin frente ni uniforme. Sin ejército ni batalla decisiva.
Una guerra donde los campamentos se despliegan al margen de los flujos mercantiles, si bien conectados a ellos.
Hablamos de una guerra que se libra en latencia. Que tiene el tiempo necesario.
De una guerra de posiciones.
Que se dirime donde nos encontramos.
En el nombre de nadie.
En el nombre de nuestra existencia misma,
que no tiene nombre.
Operar este ligero desplazamiento.
No temer ya a su tiempo.
“No temer a su tiempo es una cuestión de espacio”.
En el squat. En la orgía. En el motín. En el tren o en el pueblo ocupado. Mientras busco, entre desconocidos, una fiesta inhallable. Me entrego a la experiencia de este ligero desplazamiento. La experiencia de mi des-subjetivación. Acepto devenir una singularidad cualquiera. Un juego se insinúa entre mi presencia y todo el complejo de cualidades que me son atribuidas normalmente. En los ojos de un ser que –presente- se empeña en estimarme “por lo que soy”, puedo saborear la decepción, su fiasco al encontrarme tan común, tan perfectamente accesible. En los ojos de otro, una complicidad inesperada.
Todo lo que me aísla como sujeto -como cuerpo provisto de un repertorio de atributos públicos-, percibo ahora que se desvanece. Los cuerpos se desflecan en su límite. En su límite, se tornan indistintos. Trozo tras trozo, lo cualquiera echa a perder la equivalencia. Y yo accedo a una nueva desnudez,
a una desnudez impropia,
revestida de amor.
¿Cabe evadirse solo de la cárcel del Yo?


En el squat. En la orgía. En el motín. En el tren o en el pueblo ocupado.
Nosotros
volvemos a encontrarnos.
Volvemos a encontrarnos
en singularidades-cualquiera. Es decir,
no sobre la base de una pertenencia común,
sino de una común presencia.
Esta es
nuestra necesidad de comunismo.
La necesidad de espacios de noche,
en que pudiéramos
volvernos a encontrar,
más allá
de nuestros predicados,
más allá
de la tiranía del reconocimiento. Donde este mismo re-conocimiento se impone siempre como distancia
final entre los cuerpos: como ineluctable separación.
Todo aquello que SE me reconoce (la novia, la familia, la clase, la profesión, la opinión, el Estado), con todo eso SE me cree atrapado. Por la constante referencia a lo que soy, a la suma de mis cualidades, SE querría desligarme de cualquier situación, SE querría extraer de mí, en cualquier circunstancia, una fidelidad a mí mismo, que es una fidelidad a mis predicados.
SE espera de mí que me comporte como hombre, como empleado, como parado, como madre, como militante o como filósofo.
SE quiere contener entre los límites de una identidad el curso imprevisible de mis devenires.

SE me quiere convertir a la religión de una coherencia
que ha sido escogida para mí.


Cuanto más SE me reconoce, más impedidos resultan mis gestos, interiormente impedidos. Así me veo atrapado en la malla estrechísima del nuevo poder. En las retículas intangibles
de la nueva policía: LA POLICÍA IMPERIAL DE LAS CUALIDADES. Hay toda una red de dispositivos a los que me acoplo para “integrarme”, y para que así me incorporen cualidades.
Todo un imperceptible sistema de fichaje, de identificación y de control mutuos.
Toda una prescripción difusa de la ausencia.
Todo un dispositivo de modelado comporta/mental, que tiende al panoptismo, a la privatización
transparencial, a la atomización,
y en el cual me debato.


Necesito devenir anónimo.
Para poder estar presente.
Más presente cuanto más anónimo.
Necesito zonas de indistinción
para acceder a lo Común.
Para cesar de reconocerme en mi nombre. Para no oír ya en mi nombre
otra cosa que la voz que lo pronuncia.
Para dar consistencia al cómo de los seres, no a lo que son,
sino a cómo son eso que son.
Su forma de vida.
Necesito zonas de opacidad donde los atributos,
incluso criminales, incluso geniales,
no separen más a los cuerpos.


Devenir cualquiera. Devenir una singularidad cualquiera, no está dado.
Siempre es posible. Pero no está dado.
Hay una política de la singularidad cualquiera
que consiste en arrancar al Imperio
las condiciones y los medios,
incluso intersticiales,
para experimentarse como tal.
Es una política, ya que requiere una aptitud para la confrontación
y que una nueva agregación humana
le corresponda.
Política de la singularidad cualquiera: delimitar esos espacios donde ningún acto es asignable ya a ningún otro cuerpo dado.
Donde los cuerpos recuperan la capacidad del gesto que la táctica distribución de los dispositivos urbanos –ordenadores, automóviles, escuelas, cámaras, móviles, gimnasios, hospitales, televisores, cines…- les habían hurtado.
Reconociéndolos.
Inmovilizándolos.
Haciéndolos girar en el vacío.
Y consiguiendo que la cabeza exista
separada del cuerpo.


Política de la singularidad cualquiera.
Devenir-cualquiera es más revolucionario que ser no importa qué otra cosa.
Liberar los espacios nos libera cien veces más que no importa qué otro “espacio liberado”.
Más que de poner en acto un poder, yo disfruto de la puesta en circulación de mi potencia.
La política de la singularidad cualquiera reside en la ofensiva. En las circunstancias,
los momentos y los lugares en que serán arrancados
-los lugares, los momentos y las circunstancias-
hacia ese anonimato,
hacia la detención momentánea en estado de simplicidad,
la ocasión de extraer, de entre todas nuestras formas, la pura adecuación a la presencia,
la ocasión de estar,
por fin,
ahí.



II

Cómo hacer.
No: “qué hacer”.
Cómo hacer. La cuestión de los medios.
Y no ya la de los fines, la de los objetivos:
No la cuestión de eso que “hay que hacer”, estratégicamente, en lo absoluto.
Sino la cuestión, más bien, de aquello que se puede hacer, tácticamente, en situación,
y de la adquisición de esta potencia.
Cómo hacer. Cómo desertar. Cómo funciona eso. Cómo hacer compatibles el comunismo y mis heridas. De qué manera mantenerme en guerra
sin perder la ternura.

La cuestión es técnica. No es un problema. Los problemas son rentables.
De ellos se nutren los expertos.
Una cuestión
técnica. Que se desdobla en la cuestión de las técnicas de transmisión de estas técnicas.
Cómo hacer. El resultado contradice siempre el fin. Porque plantear un fin es aún un medio,
sólo otro medio.

Qué hacer. Babeuf. Tchernychevsky. Lenin. La virilidad clásica reclama un analgésico,
un milagro,
algo.
Un medio para ignorarse todavía un poco.
En tanto presencia. En tanto forma de vida. En tanto ser-en-situación, dotado de inclinaciones.
De inclinaciones determinadas.
Qué hacer. El voluntarismo como último nihilismo. Como nihilismo propio de la virilidad clásica.
Qué hacer. La respuesta sería muy simple. Someterse de nuevo a la lógica de la movilización, a la temporalidad de la urgencia. Bajo pretexto de rebelión. Plantear fines, palabras. Tender después hacia su cumplimiento. Hacia la realización de las palabras. Mientras tanto, remitir la existencia a algún momento posterior. Ponerse entre paréntesis. Habitar en la excepción de sí. En el margen del tiempo. Que pasa. Que no pasa. Que se detiene. Hasta… hasta el siguiente Fin.
Qué hacer.
O, dicho de otra manera: de qué sirve vivir; todo eso que no hayas vivido,
la Historia
te lo devolverá.
Qué hacer. Es el olvido de sí que se proyecta sobre el mundo
como olvido del mundo.


Cómo hacer. La cuestión del cómo. No la cuestión de lo que un ser, un gesto, una cosa
es
sino la de cómo es lo que es. De cómo sus predicados se refieren a él.
Y él a ellos.
Dejar ser.
Dejar ser a la hiancia entre el sujeto y sus predicados. El abismo de la presencia.
Un hombre no es “un hombre”. “Caballo blanco” no es “caballo”.
La cuestión del cómo. La atención al cómo. La atención a la manera en que una mujer es, y no es,
una mujer –se necesitan muchos dispositivos para hacer de un ser del sexo femenino “una mujer”,
o de un hombre “un negro”.
La atención a la diferencia ética. Al elemento ético. A las irreductibilidades que la atraviesan. Lo que sucede entre los cuerpos durante una ocupación es más interesante que la ocupación misma. “Cómo hacer” quiere decir que la confrontación militar con el Imperio debe estar subordinada
a la intensificación de las relaciones en el interior de nuestro partido
Que la política no es
más que un cierto grado de intensidad en el interior del elemento ético.
Que la guerra revolucionaria
no debe ser confundida con su representación: el momento bruto del combate.


La cuestión del cómo. Volverse atento al tener-lugar de las cosas, de los seres. A su acontecimiento. A la obstinada y silenciosa emergencia de su temporalidad propia bajo el aplastamiento planetario de todas las temporalidades
por la temporalidad de la urgencia.
El “qué hacer” como ignorancia programática de todo esto. Como fórmula inaugural
del desamor incesantemente atareado.


El “qué hacer” vuelve. Desde hace algunos años. Desde la mitad de los años 90, más bien que desde Seattle. Un revival de la conciencia crítica parecería enfrentarse al Imperio
con los eslógans, las recetas de los años 60, las buenas intenciones y la necesidad de sociedad.
Vuelven a estar en boga
toda la vieja gama de los afectos socialdemócratas. De los afectos cristianos.
Y una vez más hay manifestaciones. Las manifestaciones mata-deseo. En las que nada ocurre.
Y que no manifiestan
más que la ausencia colectiva.
Para siempre.


Para aquellos que tienen la nostalgia de Woodstock, de la granja, de mayo del 68 y de los tiempos de la militancia,
existen hoy las contra-cumbres. SE reconstruye el decorado, exceptuando lo posible.
Y esto es lo que hoy manda el “qué hacer”: irse hasta la otra punta de la Tierra
a contestar la mercancía global
para volver, tras un enorme baño de unanimismo y de separación mediatizada,
a someterse a la mercancía local.
Les espera al regreso la foto en el periódico… ¡Todos solos y juntos!... Había una vez… ¡Qué juventud!...
Lástima de esos pocos cuerpos vivos extraviados allí, buscándole un espacio a su deseo.
Vuelven más aburridos. Más vacíos que antes. Reducidos.
De contra-cumbre en contra-cumbre terminarán por comprender.
O no.


No se contesta al Imperio en lo que toca a su gestión. No se critica al Imperio.
Se hace frente a sus fuerzas.
Allá en donde esté.

Dar la opinión sobre tal o tal otra alternativa, ir allí adonde se nos llama, ha dejado de tener
sentido.
No hay proyecto global alternativo al proyecto global del Imperio. Porque no existe en absoluto tal proyecto global del Imperio. Existe una gestión imperial. Toda gestión es mala. Y aquellos que reclaman una nueva sociedad harían mejor en empezar a ver
que ya no hay sociedad.
Y así quizá aparcaran su fantasía ingenuo-gestionaria.
Y dejaran de ser ciudadanos.
“Ciudadanos indignados”.


El orden global no puede ser tomado por enemigo.
Directamente.
Pues el orden global no tiene lugar. Muy al contrario. Pertenece más bien al orden de los no-lugares.
Su perfección no consiste en ser global, sino en ser globalmente local. El orden global es la conjuración de todo acontecimiento, porque es la ocupación consumada, autoritaria, de lo local.
No cabe oponerse al orden global más que localmente. Por la extensión de zonas de sombra
sobre los mapas del Imperio.
Por su puesta en contacto progresiva
Subterránea.



La política que viene. Política de la insurrección local contra la gestión global.
De la presencia reconquistada a la ausencia.
A la extranjería ciudadana, imperial.
Reconquistada por el robo, el fraude, el crimen, la amistad, la enemistad, la conspiración.
Por la elaboración de modos de vida que sean también
modos de lucha.

Política del tener-lugar.
El Imperio no tiene lugar. Administra la ausencia haciendo planear por todas partes la amenaza palpable
de la intervención policial. Quien busque en el Imperio un adversario con el que medirse
encontrará el aniquilamiento preventivo.
Ser percibido, de ahora en adelante, es ser vencido.
Aprender a devenir indiscernibles.
A confundirnos.
Hallarle el gusto al anonimato,
a la promiscuidad.

Renunciar a la distinción,
para desbaratar la represión.
Buscarle a la confrontación las condiciones que más nos favorezcan. Volverse arteros. Volverse despiadados. Y así, volverse cualquiera.

Cómo hacer es la pregunta de los hijos perdidos. De aquellos a quienes no se les ha dicho.
De aquellos cuyos gestos no son firmes. A quienes nada ha sido dado. Aquellos cuya condición de criaturas no cesa de ser traicionada por la errancia.
La revuelta que viene es la revuelta de los hijos perdidos.
El hilo de la transmisión histórica ha sido roto. Incluso la tradición revolucionaria nos deja huérfanos. El movimiento obrero sobre todo. El movimiento obrero que ha aceptado volverse
el instrumento
de una integración superior al Proceso. Al nuevo Proceso,
cibernético, de valorización social.
Fue en su nombre que en 1978 el Partido Comunista Italiano, el “partido de las manos limpias”, desataba
la caza del autónomo.
En nombre de su concepción clásica del proletariado, de su mística de la sociedad, del respeto al trabajo, a lo útil y a la decencia.
En nombre de la defensa de las “conquistas democráticas” y del Estado de Derecho.
El movimiento obrero hubo de sobrevivirse en el operarismo.
Única crítica existente del capitalismo desde el punto de vista de la Movilización Total.
Doctrina dudosa y paradójica,
que salvará el objetivismo marxista no hablando ya más que de “subjetividad”,
que llevará hasta un refinamiento inédito la negación del cómo,
la reabsorción del gesto en su producto.
La urticaria del futuro anterior.
De aquello que toda cosa habrá sido.

La crítica se ha vuelto vana.
La crítica se ha vuelto vana porque equivale a una ausencia.
En lo que toca al orden dominante todos saben muy bien a qué atenerse. Ya no necesitamos teoría crítica. Ya no necesitamos profesores. De ahora en adelante, la crítica trabaja en favor de la dominación. Hasta la crítica de la dominación.
La crítica reproduce la ausencia. Nos habla de ese lugar donde no estamos. Nos propulsa a otra parte. Nos consume. Es cobarde. Y se queda a resguardo, sobre todo, cuando nos lleva a la matanza.
Secretamente enamorada de su objeto, no cesa de mentirnos.
De aquí esos brevísimos idilios entre el proletariado y los intelectuales comprometidos. Esos matrimonios de conveniencia, en los que no se tiene la misma idea sobre el placer y sobre la libertad. Más que de nuevas críticas, es de nuevas cartografías de lo que estamos necesitados.
Cartografías no del Imperio, sino de las líneas de fuga fuera de él. Cómo hacer.
Necesitamos mapas
No mapas de todo aquello que no viene en los mapas.
Sino cartas de navegación. Mapas marítimos. Útiles de orientación. Que no se esfuercen por decir, por representar, lo que contienen los diferentes archipiélagos de la deserción
sino que indiquen
cómo llegar a ellos.



III

Estamos a martes, 17 de septiembre de 1996, poco antes del alba. El ROS (Reagrupamiento Operacional Especial) coordina en toda la península el arresto de 70 anarquistas italianos.
Se trata de poner fin a 15 años de pesquisas infructuosas alrededor de los anarquistas insurreccionalistas.
La técnica es bien conocida. Consiste en fabricar un “arrepentido”, y hacerle denunciar la existencia de una vasta organización subversiva jerarquizada. Después –sobre la base de esta creación quimérica- se puede acusar de formar parte de la organización a todos aquellos a quienes se quiera neutralizar.
Una vez más: secar el río para coger los peces.
Incluso si no se trata más que de unas pocas truchas.
Una “nota informativa de servicio” se ha filtrado desde el ROS a propósito de este asunto.
En ella se expone la estrategia.
Fundado sobre las directivas del general Dalla Chiesa, el ROS es el modelo por excelencia de servicio imperial de contra-insurrección.
Este servicio trabaja sobre la población.
Allí donde una intensidad se produce, allí donde algo sucede, él es el french doctor de la situación.
Aquel que pone, bajo coartada de profilaxis, los cordones sanitarios imprescindibles para evitar el contagio.
Lo que teme, no duda en decirlo. En este documento incluso lo escribe. Lo que teme es “el terreno pantanoso del anonimato político.”
El Imperio tiene miedo.
El imperio tiene miedo de que nos convirtamos en cualquiera.
Un medio delimitado, una organización de combate, no los teme.
Pero una constelación expansiva de squats, de granjas alternativas, de viviendas comunales, de agrupaciones fine a se stesso, de radios, de técnicas y de ideas,
la población re-vinculada por una intensa circulación de los cuerpos,
y de los afectos entre los cuerpos,
eso es algo muy distinto.

La conspiración de los cuerpos. No de los espíritus críticos, sino de las corporeidades críticas.
Esto es
lo que el Imperio teme. Esto es también lo que lentamente adviene, con el crecimiento de los flujos
de la defección social.
Hay una opacidad inherente al contacto de los cuerpos. Y que no es compatible con el reino imperial de una luz que no alumbra ya las cosas
si no es para desintegrarla.
Las Zonas de Opacidad Ofensiva no son algo por crear.
Están ya ahí.
En todas las relaciones en las que sobrevive una verdadera puesta en juego de los cuerpos.
Lo que aún falta es asumir que tenemos parte en esta opacidad.
Y proveerse de los medios
para extenderla
y para defenderla.
En todas partes en donde se consigue desbaratar los dispositivos imperiales, arruinar el trabajo cotidiano del biopoder y del espectáculo para obtener de la población una fracción de buenos ciudadanos. Para aislar a los nuevos untorelli. En esta indistinción reconquistada
se forma
espontáneamente
un tejido ético autónomo,
un plano de consistencia
secesionista.
Los cuerpos se agrupan. Recobran el aliento. Conspiran.
Cuántas de estas zonas estén destinadas al aplastamiento militar importa poco.
Lo que importa, en cada ocasión,
es haber preparado una vía de retirada lo bastante segura.
Para reagruparse en otro sitio.
Poco después.

Lo que subyacía al problema “qué hacer” era el mito de la huelga general.
Lo que responde a la pregunta “cómo hacer” es la práctica de la HUELGA HUMANA.
La huelga general presuponía que había una explotación limitada en el tiempo
y en el espacio,
una alienación parcial,
debida a un enemigo reconocible y, por ello, vencible.
La huelga humana responde a una época donde los límites entre el trabajo y la vida se han borrado.
Donde consumir y sobrevivir,
producir textos subversivos y precaverse de los efectos de la civilización industrial,
hacer deporte, hacer el amor, ser padre o adicto al prozac,
todo es trabajo.
Pues el Imperio administra, digiere, absorbe y reintegra
todo lo que vive.
Incluso “lo que soy”, la subjetivación que no desmiento hic et nunc,
todo es productivo.
El Imperio lo ha puesto todo a trabajar.
Idealmente, mi perfil profesional coincidirá con mi propio rostro.
Incluso si no sonríe.
Los gestos del rebelde, después de todo, no dejan de venderse bastante bien.

Imperio equivale a decir que los medios de producción se han convertido en medios de control,
a la vez que se verifica lo contrario.
Imperio significa que de ahora en adelante el momento político domina
sobre el momento económico.
Y contra esto, la huelga general no puede nada.
Lo que hay que oponerle al Imperio es la huelga humana.
Que no se ataque nunca a los procesos de producción sin atacar al mismo tiempo a las relaciones afectivas que los sostienen.
Quien mina la economía libidinal inconfesable,
restituye el elemento ético –el cómo - inhibido en cada contacto entre los cuerpos neutralizados.
La huelga humana es aquella que, allí donde SE esperaría
esta o aquella reacción previsible,
este o aquel tono contrito o indignado,
PREFIERE NO HACERLO.
Se escabulle al dispositivo. Lo satura o lo hace estallar.
Se reapropia de sí, prefiriendo
otra cosa.
Otra cosa que no está programada en los posibles autorizados por el dispositivo.
En la ventanilla de un servicio social, en las cajas de un supermercado, en una conversación educada, tras una intervención de los maderos,
según la relación de fuerzas,
la huelga humana dota de consistencia al espacio entre los cuerpos, pulveriza el double bind en que están atrapados,
los obliga a la presencia.
Hay todo un ludismo por inventar, un ludismo de los engranajes humanos
que hacen girar el Capital.

En Italia, el feminismo radical ha sido una forma embrionaria de la huelga humana.
“¡Basta de madres, de esposas y de hijas, destruyamos las familias!” era una invitación al gesto de romper los encadenamientos previstos,
y liberar los posible comprimidos.
Era un atentado contra las relaciones afectivas cagonas, contra la prostitución cotidiana.
Era una llamada a la superación de la familia como unidad elemental de gestión y de alienación.
Una llamada a una complicidad.
Práctica insostenible sin circulación, sin contagio.
La huelga de las mujeres apelaba implícitamente a la de los hombres y los niños,
apelaba a vaciar las fábricas, las escuelas, las oficinas y las cárceles,
a reinventar para cada situación otra manera de ser, otro cómo.
La Italia de los años 70 era una gigantesca fábrica de huelga humana.
Las autoreducciones, los giros radicales, los barrios ocupados, las manifestaciones armadas, las radios libres, los innumerables casos de “síndrome de Estocolmo”, incluso las famosas cartas de Moro detenido, al final, eran prácticas de huelga humana.
Los estalinistas de entonces llamaron a todo esto
“irracionalidad difusa.”

Hay autores también
en quienes nunca cesa
la huelga humana:
en Kafka, en Walser,
o en Michaux,
por citar tres ejemplos.

Adquirir colectivamente esta facultad de sacudirse
todo lo familiar.
Este arte de frecuentar en sí mismo
al más inquietante de los huéspedes.

En la guerra presente,
en la que el reformismo de urgencia del Capital debe adoptar
las señas del revolucionario si quiere hacerse oír,
en que los combates más democráticos –los de las contra-cumbres- recurren a la acción directa,
un papel nos está reservado.
El de mártires del orden democrático,
que machaca preventivamente todo cuerpo que pueda machacar.
Yo tendría que entonar ahora el lamento de la víctima,
pues todo el mundo –como es sabido- es víctima, incluidos los mismos opresores.
Tendría que disfrutar que una discreta circulación del masoquismo re-encante la situación.
Pero la huelga humana, hoy,
es negarse a desempeñar el rol de víctima.
Combatirlo sin tregua.
Reapropiarse la violencia.
Arrogarse la impunidad.
Hacer comprender a los ciudadanos idiotizados,
que por más que no entren en guerra, lo están,
quieran o no.

Que allí donde SE nos dice que es “esto o la muerte”,
siempre es,
en realidad,
esto y la muerte.


Así,
de huelga humana
en huelga humana, propagar
la insurrección,
en la que ya no hay que,
en la que todos
somos singularidades-cualquiera.

Tiqqun
(Traducción de La llave de los campos)

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